martes, 25 de marzo de 2008

La Gran Fiesta.

El líquido, de un rojo reluciente, resbalaba por la mesa hasta suicidarse al borde de ésta, llegando a la raída alfombra y llenándola de manchas que no se quitan, ni de la tela, ni de la memoria. Una uva (de las verdes, por supuesto), rodaba, chocando con obstáculos que hacían que la pequeña fruta tuviera que cambiar su rumbo, incapacitada por su minúsculo tamaño para luchar contra los platos y las copas sucios que se inteponían en su camino. Así, llevada por el cruel destino que hace al más grande el vencedor, la uva termina cayendo justo donde antes cayó el líquido, haciendo que unas redondas salpicaduras decoren la mancha que sosamente lucía ya la alfombra.

Pero nadie se percata del terrible suceso, de la gran tragedia que acaba de llevarse a cabo en el Gran Salón. El susurro de las risas de la gente allí reunida calla los estridentes gritos de dolor que la uva lanza a los cuatro vientos, mientras se muere, lentamente, embriagada por la bebida sobre la que cayó. Esa misma bebida es en gran parte la culpable de todo, la que hace que las personas se muestren reticentes a la hora de parar de reír; la que hace que aparezcan las adorables manchas rosadas que, sin mostrar lealtad ninguna al cuerpo en el que habitan, muestran el verdadero estado de la mente de dicho cuerpo.

Por fin, alguien se da cuenta. Ve el vino, y sobre él, el poco afortunado fruto verde. La muchacha suelta una lagrimilla, y, empujando con la punta de su zapato de piel, esconde, en la medida que le es posible, los restos de la desgracia bajo la mesa; mientras, se vuelve con un gesto grácil hacia su soporífero acompañante, enseñando una magnífica sonrisa blanca, la misma que ha ensayado antes cientos de veces para poder tratar a los que a ella se acerquen con la hipocresía que éstos le merecen. Como se ha de hacer en cualquier fiesta que se precie.

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